¿Poligonero y creyente yo?

San Cristóbal vive en su cerro, mirándonos desde el llano más alto de Valladolid. El monumento a Onésimo Redondo ya no está con él, ahora le acompaña una inmensa torre catódica. Y por jardín tiene un pinar cercado, algún que otro árbol y una inmensa cantidad de mierda dentro y fuera de una doble verja con alambre de espino.

Desde hace años yo quería volver a verlo y lo hice acompañado de la primavera. Quería revivir esos días de juventud en los que lo subíamos en las primeras bicicletas de montaña: Dani, Pepito, Oscarín, yo, y creo que alguno más, para, después de quedarnos extrañados de su altura, de ese mamotreto y de su presencia, coger el primer terraplén que nos parecía y lanzarnos como Kamikazes.

Así que este lunes, sin saber qué camino coger, subido en el 2 hacia el pinar de Antequera, al pasar por el Antiguo Matadero, San Cristóbal me hizo una señal. Parecía solo y cercano. Tras el polígono de Argáles, la carretera Madrid, el nuevo barrio del Pinar de Jalón y el polígono de San Cristóbal, muchos pájaros cantores y unos 10km me vieron pasar, antes de coronar. Saludé a San Cristóbal, a mis vívidos recuerdos, al cerro y a toda la porquería que lo engalana. Dentro de lo que pudiera ser un campo de beisbol concentrado, con una torre de telecomunicaciones que ni siquiera recuerdo, en donde ya no juega nadie a nada más que a tirar algo.

Recuerdo que por aquella época de volver a mis 17 o 18, no solo iba en bici a todas partes, solo o acompañado, sino que también un buen grupo de amigos y amigas bailábamos mucho y no precisamente agarrados, sino prendidos de los clásicos y del principio de la música electrónica mezclada con gusto y química. Creo que la Perindola ya no ponía lentos aunque siguiera sonando el Lady in red en todas las radios y en los guateques de mi barrio lo habíamos dado todo, a pesar de la juventud, el amor y algún que otro tortazo; los límites no estaban nada claros pero casi todos los sabíamos poner. Algunos habíamos empezado con Dirty Dancing, los Nadie y los Especials en las casas de nuestros padres, y sabíamos que tras tales comienzos era difícil parar, andábamos ya muy sueltos e incluso heridos.

Tras esos guateques, los bares del Cuadro, Cantarranas y el Coca y las discotecas estaban abiertos todo el día para todos y a algunos nos parecía que todo el mundo tenía dinero, aunque no fuese así. Algunos éramos muy paletos y afortunados de ciudad e íbamos a las pistas de baile cargados, y a los polígonos descargados, cuando hiciera falta, si pensábamos que podía merecer la pena e iba a haber caña de verdad para bailar.

Ahora que me acuerdo, también a veces bebíamos agua y veíamos, por ejemplo, a Los Enemigos en una sala de Laguna de Duero, flipábamos y después nos metíamos una buena sesión de electrónica en el mismo sitio. La cuestión era elegir la mejor opción musical y festiva dentro del fin de semana y parar para recargar. Disfrutábamos y oíamos absolutamente de todo, incluidos los partidos en el futbolín del Kaos y cosas feas. Quemar las naves a buen ritmo, salvándonos por la mínima y, por supuesto, salvando París, el whisky y Claudia Cardinale que diría Benedetti.

Llegamos a ser muy oscuros brillando cual fallas. Adorábamos a los grandes del momento de cualquier estilo y devorábamos lo raro y exquisito que los grandes disyóqueis de esta ciudad nos servían en bandeja de plata y mezclaban con sudor ácido y buen gusto. Casi todos los que les han bailado están agradecidos, saben sus nombres y lo que nos han regalado, aunque España sea un país de desagradecidos, diría yo, y una rosa que no sabemos disfrutar que decía Baroja.

Así pues, en un día soleado de primavera por los polígonos vallisoletanos y por los campos de basura y nuevos barrios, yo puedo oír a Camarón o a Roberto Carlos, pero las chispas, la mecánica y lo industrial con su golpe, su ritmo mecánico, ruido y estruendo, su física y química marcan mis pasos al caminar. Al igual que las cantigas, Serrat o Sabina.

Fuera aparte de que, me encanta estar en un polígono una mañana de lunes de descanso, ver lo que hace la gente que no conozco en esos trabajos que yo no sé hacer, en esos talleres y lugares que me son totalmente ajenos, pero que me gustan. Como el óxido y los lugares abandonados, llenos de recuerdos por los que lo conocieron y de ignorancia e imaginación por alguien que recorre paisajes tan cambiantes a lo largo de una mañana y no sabe nada de ellos. Que simplemente se sabe afortunado por caminar solo o acompañado y con tiempo por una ya exagerada ciudad. En la que ya no hay pistas de baile, en la que solo bailan con gracia y volumen los que aprenden bailes latinos, en la que como dijo mi amigo Pablo estas navidades “es más moderno y cercano para la gente de nuestra edad oír a Juanita Reina que la música española de los 80” que te ponen en La Comedia o cualquier otro sitio un día festivo, para reír por no llorar. Y en un Valladolid en el que ahora uno baila solo las más de las veces, y con sus amigos, recordados o no, algún que otro día alguna canción suelta.

Así que si le/la apetece, no vuelva a poner una radio comercial y proteste en su bar habitual y “Dance Usted”. Seguro que lo pasa mejor velando, bailando y viajando a San Cristóbal antes de que cualquier día le/la ejecuten.

Yo de visita en el Vaticano en mi época adorada de ciclista bailarín.

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